jueves, 9 de agosto de 2018

LECTURA 2 "EN BUSCA DE DOGGERLAND"

"EN BUSCA DE DOGGERLAND"
Por Laura Spinney 
National Geographic

Por décadas, los barqueros del mar del Norte han estado dragando con sus redes vestigios de un mundo desaparecido. Hoy los arqueólogos se plantean una pregunta oportuna: ¿qué le sucede a la gente cuando su tierra desaparece bajo un mar creciente?

Cuando aparecieron por primera vez las señales de un mundo perdido en el fondo del mar del Norte, nadie quería creerlas.
La evidencia empezó a salir a la superficie hace siglo y medio, cuando la mayoría de los pescadores de la costa holandesa adoptó una técnica llamada arrastre con viga. Arrastraban redes adicionadas con pesas por el suelo marino y las sacaban llenas de lenguados, sollas y otros peces que viven en el fondo del mar. Pero a veces también podía salir en la red un enorme colmillo y caer con estrépito, sobre la cubierta, o los restos de un uro, de un rinoceronte lanudo o de otras bestias extintas.
Generaciones después, un ingenioso paleontólogo aficionado llamado Dick Mol convenció a los pescadores de que le entregaran los huesos y anotaran las coordenadas donde los habían encontrado. En 1985, un capitán le llevó a Mol un maxilar humano perfectamente conservado con todo y los molares gastados. Con su amigo y a su vez colega aficionado Jan Glimmerveen, Mol dató hueso con radiocarbono. Resultó tener 9500 años, lo que significaba que el individuo vivió durante el periodo Mesolítico, cuando en el norte de Europa comenzaba el final de la última era glacial, hace unos 12000 años, y que terminó hasta el advenimiento de la agricultura 6000 años después. "Creemos que proviene de un entierro -dice Glimmerveen-. Uno que permaneció intacto hasta que el mundo desapareció bajo las olas, hace aproximadamente 8000 años".

La historia de esa tierra desaparecida empieza con la reducción del hielo. Hace 18000 años, los mares alrededor del norte de Europa eran unos 122 metros menos profundos que hoy. Gran Bretaña no era una isla, sino la punta noroccidental deshabitada de Europa, y entre ella y el resto del continente se extendía una tundra helada. Conforme el mundo se calentó y el hielo se fundió, ciervos, uros y jabalíes salvajes se dirigieron al norte y al occidente. Los cazadores los siguieron. Al dejar las tierras altas de lo que hoy es Europa occidental, se encontraron con una extensa planicie baja. 

A esta extensa planicie desaparecida los arqueólogos la llamaron Doggerland, por el bando Dogger, un bajo arenoso del mar del Norte. Alguna vez se pensó que se trataba de un gran puente de tierra desierta, entre la Europa continental moderna y Gran Bretaña; en la actualidad se infiere que Doggerland estuvo habitada por pobladores del Mesolítico, probablemente en grandes números, hasta que fueron obligados a salir de allí miles de años después por el crecimiento sin tregua del mar. Siguió un periodo de trastornos climáticos y sociales hasta que, a finales del Mesolítico, Europa había perdido una porción sustancial de su masa continental y se veía muy similar a como es ahora. 
Muchos han llegado a considerar Doggerland como la clave para entender el Mesolítico en el norte de Europa, y este, a su vez, como un periodo que contiene lecciones para nosotros, que estamos viviendo otro periodo de cambio climático. Gracias a un equipo de arqueólogos paisajistas de la Universidad de Birmingham, dirigido por Vince Gaffney, tenemos ahora una buena idea de cómo se veía esta tierra perdida. Con base en datos de investigación sísmica, Gaffney y sus colegas han reconstruido digitalmente casi 46620 kilómetros cuadrados del terreno sumergido, un área mayor que los Países Bajos.

En el Centro de Tecnología Visual y Espacial IBM de la universidad, del que Gaffney es jefe, proyecta imágenes a todo color de esta tierra desconocida en pantallas gigantes. Justo fuera de los límites del mapa, el Rin y el Támesis se unpian y fluían juntos hacia el sur en el llamado río del Canal. Según el clima de ese entonces -quizá varios grados más caluroso que el actual-, los contornos de su pantalla se traducen en colinas ondulantes, valles boscosos, ciénagas exuberantes y lagunas. "Era un paraíso para los cazadores-recolectores", comenta.
La publicación en 2007 de la sección inicial de este mapa permitió a los arqueólogos "ver" por primera vez el mundo mesolítico, identificar incluso probables locaciones de asentamientos con vistas a una excavación potencial. El costo de la arqueología submarina y la pobre visibilidad en el mar del Norte mantienen estos asentamientos tentadoramente fuera del alcance, al menos por ahora. Pero los arqueólogos tienen otras maneras de revelar cómo eran los doggerlandeses y cómo respondieron al inexorable deslizamiento del mar sobre sus tierras.

En primer lugar, están los tesoros sacados por las redes de los pescadores. Además del maxilar humano, Glimmerveen ha acumulado más de 100 objetos distintos: huesos de animales que muestran señales de carnicería y utensilios hechos de hueso y cuerno, entre ellos un hacha con un patrón en zigzag. Puesto que él tiene las coordenadas de estos hallazgos y los objetos en el fondo del mar no suelen moverse lejos de donde los ha liberado la erosión, puede asegurar que muchos de ellos provienen de una zona específica del sur del mar del Norte, que el holandés llama De Stekels (Las Espinas), caracterizada por pronunciadas crestas en el lecho marino. "El sitio o los sitios deben haber estado cerca de un sistema de ríos -explica-. Quizá vivían en dunas de río".


Otra manera de entender a los doggerlandeses es excavar en aguas poco profundas o sitios intermareales de aproximadamente la misma edad. En los años setenta y ochenta del siglo XX, un sitio llamado Tybrind Vig, a unos cientos de metros de la costa de una isla danesa del mar Báltico, se hallaron indicios de una cultura pesquera del mesolítico tardío sorprendentemente avanzada. Entre los objetos figuran remos decorados con elegancia y varias canoas largas y estrechas, una de ellas de más de nueve metros. Más recientemente, Harald Lübke, del Centro de Arqueología Báltica y Escandinava en Schleswig, Alemania, y sus colegas han excavado una serie de yacimientos submarinos en la bahía de Wismar, en la costa alemana del Báltico, de entre 8.800 y 5.500 años de antigüedad. Los yacimientos documentan de manera ostensible un cambio en la dieta de sus habitantes, que pasaron de comer pescado de agua dulce a consumir especies marinas a medida que la subida del nivel del mar transformaba sus tierras; con el paso de los siglos los lagos interiores rodeados de bosques se transformaron en marismas cubiertas de juncos, más tarde, en fiordos y finalmente, en la bahía abierta que hay en la actualidad.
Una transformación similar tuvo lugar en Goldcliff, en el estuario galés del Severn, donde el arqueólogo Martin Bell, de la Universidad de Reading, y su equipo llevan excavando 21 años. Durante el mesolítico el Severn estaba encajado en un valle estrecho, pero a medida que el mar fue subiendo, se desbordó sobre los lados del valle y se extendió, creando el actual estuario.
Un día de agosto, durante una marea excepcionalmente baja en Goldcliff, seguí a Bell y sus colaboradores por la fangosa llanura mareal hasta dejar atrás enormes troncos negros de robles prehistóricos que el lodo ha preservado. Teníamos menos de dos horas antes de que la marea volviese a subir. Llegamos a una pequeña elevación que 8.000 años atrás era el litoral de una isla. Un miembro del equipo echó agua a presión, y de pronto surgió el relieve de 39 huellas dejadas por tres o cuatro individuos en ambas direcciones a lo largo de la orilla. "Debían de salir de su campamento para examinar las trampas para peces en un canal cercano," dice Bell.

Síntomas que resultan familiares

El arqueólogo opina que en algún momento hubo numerosos campamentos en el estuario, y que cada uno de ellos estuvo poblado por un grupo familiar de unos diez individuos. Seguramente no estaban habitados de forma permanente. El más antiguo habría quedado sumergido durante las mareas más altas, por lo que está claro que sus ocupantes eran estacionales, y cada vez que regresaban construían el campamento un poco más arriba en la ladera. Lo asombroso es que siguieran volviendo durante siglos, quizá milenios, y que cada vez encontrasen el camino a través de un paisaje siempre cambiante. Esta población fue testigo de la desaparición del bosque de robles, tras quedar anegado por el mar. "En algún momento los árboles colosales asomarían, muertos, a través de la marisma. Debió de ser un paisaje extraño", imagina Bell.
El verano y el otoño habrían sido épocas de bonanza en toda la costa, con buena caza gracias a los animales salvajes que llegaban atraídos por los extensos pastizales de las marismas, el mar lleno de peces, y avellanas y bayas en abundancia. Durante las otras estaciones los grupos se trasladaban a tierras más altas, probablemente siguiendo los valles de los afluentes del Severn. Puesto que se trataría de culturas de transmisión oral, los individuos de mayor edad serían los guardianes del conocimiento medioambiental, capaces de interpretar, por ejemplo, el patrón de las migraciones de las aves y poder así informar a su grupo sobre el momento adecuado para abandonar la costa y migrar a las tierras altas, decisiones de las que dependía su supervivencia.
El hallazgo de grandes concentraciones de objetos sugiere que los pueblos del mesolítico, al igual que los posteriores cazadores-recolectores de América del Norte, se reunían en grandes grupos para celebraciones anuales de tipo social, posiblemente a principios del otoño, cuando llegaban las focas y los salmones. En el oeste de Gran Bretaña, estos encuentros tenían lugar en las cimas de las colinas, con vistas a los cazaderos de focas. Habría sido el momento ideal para que los jóvenes encontrasen pareja y para el intercambio de información sobre otros sistemas fluviales más allá del territorio de cada grupo, una información cada vez más crucial conforme el mar iba alterando el paisaje.
La subida más drástica del nivel del mar se produjo a un ritmo de uno o dos metros por siglo, pero dada la variada topografía del terreno, las inundaciones no debieron de ser uniformes. En los territorios bajos, como Doggerland, el avance del mar convirtió los lagos en estuarios. La reconstrucción digital de Gaffney muestra que uno en particular, el Outer Silver Pit, contiene inmensos bancos de arena que solo se podrían haber creado por fuertes corrientes mareales. En algún momento esas corrientes habrían dificultado enormemente el paso en canoa, y a la larga habrían creado una barrera permanente a lo que antes habían sido territorios de caza.

¿Cómo se adaptaron los cazadores del mesolítico, cuya existencia estaba determinada por el ritmo de las estaciones, a la progresiva desaparición de su mundo? Jim Leary, arqueólogo de English Heritage, ha buscado en la litera­tura etnográfica paralelismos con los inuit y otros cazadores-recolectores actuales que se enfrentan al cambio climático. Para quienes aprendieron a explotar ese mar en ascenso, convirtiéndose en expertos fabricantes de canoas y pescadores, la nueva situación debió de ser una bendición, pero solo por un tiempo. Al final la pérdida de territorio llegaría a contrarrestar esos beneficios.
Los ancianos del mesolítico, los «depositarios del conocimiento» como los llama Leary, ya no habrían sido capaces de interpretar por más tiempo las sutiles variaciones estacionales del paisaje para aconsejar al grupo. Aislados de sus territorios de caza y pesca ancestrales, y de sus cementerios, las poblaciones humanas debieron de sentirse profundamente desarraigadas, dice Leary, «como los inuit, aislados de sus tierras por la fusión de los témpanos de hielo».
«Debieron de producirse enormes flujos mi­­gratorios –añade Clive Waddington, de Archaeological Research Services Ltd., una consultora de Derbyshire–. Es probable que los pueblos que vivían en lo que hoy es el mar del Norte tuvieran que marcharse con gran rapidez.» Algunos se dirigieron a Gran Bretaña. En Howick, Northumberland, en los acantilados que recorren la costa nordeste de Gran Bretaña y que por tanto debieron de ser las primeras colinas que vieron, el equipo de Waddington ha encontrado los restos de una vivienda que ha sido reconstruida tres veces en un período de 150 años. La cabaña data de hacia 7900 a.C., una de las evidencias más antiguas de asentamiento en Gran Bretaña. Waddington interpreta su repetida ocupación como señal de un creciente sentimiento de territorialidad: sus residentes tuvieron que defenderse de las oleadas de desplazados de Doggerland.
«Sabemos lo importantes que fueron las zonas de pesca para la subsistencia de aquellos pueblos –dice Anders Fischer, arqueólogo de la Agencia Danesa para la Cultura, en Copenhague–. Si cada generación veía desaparecer sus mejores calade­ros, sin duda debían de verse obligadas a encontrar unos nuevos, y eso los llevaría repetidamente a entrar en competición con grupos vecinos. En sociedades con una organización social de escasa complejidad, eso seguramente derivaba en conflictos y violencia.»
Migración, territorialidad, conflicto: modos diversos y difíciles de adaptarse a las nuevas circunstancias, pero adaptaciones al fin y al cabo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que el mar agotó por completo la capacidad de supervivencia de los habitantes de Doggerland. Hace unos 8.200 años, tras milenios de una ininterrumpida crecida del mar, una inmensa descarga de agua de deshielo procedente de un gigantesco lago glaciar norteamericano, el Agassiz, causó una subida del nivel del mar de más de 0,6 metros. Esta entrada de agua helada ralentizó la circulación de agua caliente en el Atlántico Norte, lo que provocó una bajada brusca de la temperatura e hizo que las costas de Doggerland –si es que aún quedaba algún trozo de tierra emergida– fueran azotadas por vientos gélidos. Por si el panorama no fuese bastante dramático, casi al mismo tiempo un deslizamiento submarino cerca de la costa de Noruega conocido como el deslizamiento de Storegga provocó un tsunami que inundó todo el litoral del norte de Europa.
¿Fue el tsunami de Storegga el golpe de gracia, o ya había desaparecido Doggerland bajo el mar? Los científicos no están seguros, pero lo que sí saben es que a partir de ese momento el ritmo de la subida del nivel del mar se ralentizó. Después, hace unos 6.000 años, un nuevo pueblo procedente del sur arribó a las costas de las islas Britá­nicas, por entonces cubiertas de bosques densos. Llegaron en barcos, con ovejas, ganado y cereales. Hoy, los descendientes de aquellos primeros agricultores neolíticos, aunque equipados con una tecnología mucho más sofisticada que la de sus congéneres mesolíticos, se enfrentan una vez más a un futuro con un mar en ascenso.


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