Miguel Ángel Cevallos
Revista ¿Cómo ves? UNAM
PARA LOS AZTECAS la dualidad, el día y la noche, la luz y las tinieblas, estaban representadas en una sola deidad: Ometecuhtli. La historia de la viruela me hace pensar que el destino de la humanidad bien pudiera estar regido por ese dios. El 22 de mayo de 1980, en la XXXIII asamblea de la Organización Mundial de la Salud (OMS), después de oír el reporte final de la Comisión Global para la Certificación de la Erradicación de la Viruela, se declaró que este terrible padecimiento había sido borrado de la faz de la tierra. Durante milenios, la viruela fue la enfermedad que cobró más vidas en todo el globo terráqueo, y por tanto ese día de mayo fue uno de los más felices de la humanidad.
Una vez declarado el mundo libre de viruela, la OMS dispuso que el 31 de diciembre de 1993 se
destruyeran los reservorios del virus guardados en cualquier laboratorio. Aunque esa fecha se pospuso una y otra vez, por desacuerdo entre los mismos miembros de la OMS, en enero de 1999 ese organismo determinó unánimemente que los dos últimos reservorios de virus depositados en los dos
últimos laboratorios de alta seguridad, el del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) en Atlanta, Estados Unidos, y el del Instituto de Preparaciones Virales, en Moscú, Rusia, fueran destruidos el 30 de junio de 1999. El 22 de abril de ese mismo año el presidente Clinton retrasó, una vez más, la destrucción de los reservorios de la CDC, y la OMS autorizó que fueran retenidos hasta una fecha no posterior al 2002; no obstante, el presidente Bush, indudablemente
influenciado por los eventos terroristas del 11 de septiembre del 2001, decidió posponer en forma indefinida la destrucción de los reservorios estadounidenses del virus, poniendo nuestro destino
en el filo de la navaja. Así son los designios de Ometecuhtli.
1520
Recordamos a Cuauhtémoc porque fue el último emperador azteca y porque murió a manos de los conquistadores españoles; hasta hace algunos años, las monedas de 50 centavos lucían su efigie como símbolo de un mundo desvanecido. De Cuitláhuac sólo recordamos que fue el penúltimo emperador y
que duró unos cuantos días en el poder, tras la muerte de Moctezuma. Cuitláhuac fue quien, defendiendo a Tenochtitlan, derrotó en batalla a Cortés. Los conquistadores recordaron esa derrota, que ocurrió el 30 de junio de 1520, como “La noche triste”. Es posible que la historia hubiese sido otra, pero una epidemia de viruela, enfermedad hasta entonces desconocida por los aztecas, mató a Cuitláhuac, a su hijo Axayacatzin y a varios miles de sus compatriotas en unas cuantas semanas, cambiando para siempre la suerte de su país. Por varias razones, es muy complicado cuantificar con precisión la magnitud de la catástrofe. Una de ellas es que no podemos evaluar cuánta población indígena existía antes de la llegada de los conquistadores, pero hay quienes se atreven a decir que pudo haber sido de alrededor de 25 millones. Las crónicas españolas e indígenas del siglo XVI no siempre coinciden en sus apreciaciones sobre la tragedia; incluso algunos de los textos de esa época, como la Historia de los indios de la Nueva España de Fray Toribio de Benavente, (conocido como Motolinía, el pobrecito), se maquillaron, cambiaron y reinterpretaron tanto a través de los años, que ahora nos resulta difícil discernir entre la realidad y la fantasía. Se dice que la viruela la trajo a México no Cortés, sino un esclavo negro, Francisco Eguía, quien vino con la expedición encabezada por Pánfilo Narváez, organizada con el fin de interceptar a Cortés. En la América continental, el primer asentamiento indígena que sufrió las consecuencias de la viruela fue Cempoala, en el actual estado de Veracruz, entre abril y mayo de 1520; la enfermedad se fue extendiendo, primero a Tepeaca, luego a Tlaxcala, hasta llegar a Tenochtitlan en los meses de septiembre y octubre de ese mismo año. En Tenochtitlan, una de las ciudades más densamente pobladas de su época, la viruela se propagó con tal fuerza y velocidad que en pocas semanas no había guerreros sanos para hacer frente a
los embates de los españoles. Quizá la verdadera fuerza de los conquistadores no radicó en la cruz, la espada, los caballos o las armas de fuego, sino en las enfermedades que vinieron con ellos: la viruela,
el sarampión y la poliomielitis. La mayor parte de la población indígena de México desapareció en el siglo XVI. Especialistas de hoy coinciden conservadoramente en que la mortalidad de las epidemias de viruela de 1520, 1545 y 1576 fue de un mínimo del 40%, pero fácilmente pudo llegar a ser del 80%. Para dar algunos números sobre la magnitud de la tragedia, McNeill, en su libro Plagues and People, calcula que en México, de los 25 millones de personas que pudieron haber existido poco antes de la llegada de los españoles, para el año 1620 sólo quedaban alrededor de 1.6 millones.
En ese mismo siglo y por la misma causa, la población nativa de las Antillas casi desapareció. Entonces los españoles trajeron a las islas esclavos negros, a fin de sustituir la mano de obra de la cada vez más escasa población indígena. Ésta es la razón de que ahora en esa región del mundo abunde la población negra.
Los incas, en el siglo XVI, y las tribus norteamericanas, en los siglos XVII y XIX, tuvieron el mismo destino que los aztecas, tlaxcaltecas y la población original de las Antillas. La viruela llegó y se estableció, y México se convirtió en un reservorio natural de esa enfermedad, a la cual los aztecas,bautizaron como tomonaliztli, cocoliztli, o huey zahuatl: esos nombres aún pueden leerse en los libros parroquiales de defunción de los primeros años del siglo XX. Todavía en el año de 1947, un mexicano que viajó a Nueva York inició ahí un pequeño brote de viruela, sin muchas consecuencias.
Dioses, el color rojo y la variolización
Muchos de los pueblos afectados recurrentemente con epidemias de viruela tenían dioses que la personificaban y con los que se había que cumplir una serie de requisitos rituales para no sufrir las consecuencias de sus azotes. Shitala Mata (literalmente “la madre fría”) era la diosa de la viruela en el norte de la India y la diosa Mariamman en el sur. En el folklore chino el dios Ch’uan Sing Hua Chie cumplía ese papel, y para el pueblo africano Yoruba, el dios Sopona. En la antigüedad
también se desarrollaron una serie de tratamientos y pociones que tenían como propósito aminorar las secuelas de la viruela, pero la mayor parte de ellos eran inocuos e incluso contraproducentes.
Quizá lo que realmente tuvo un efecto positivo es que, en ocasiones, los ritos, los tratamientos y las pociones se acompañaban de cuidados hacia los enfermos que evitaban que éstos se deshidrataran
o se desnutrieran. Ahora sabemos que estos cuidados claramente mejoran la probabilidad de sobrevivir de los afectados. Ciertos tratamientos, a pesar de su ineficacia, se siguieron aplicando durante centurias; un ejemplo es el llamado “tratamiento rojo”. Por razones que no están claras, en algún lugar de oriente, posiblemente en Persia, se postuló que el color rojo promovía la curación de los enfermos de viruela. Hacia el año 980, en Japón se contaba con edificios especiales para aislar a los enfermos de viruela, y parte importante del tratamiento consistía en colgar cortinajes rojos alrededor de los enfermos. En el siglo XI, el famoso médico Abu Ali Al-Hussain Ibn Abadallah Ibn Sina, conocido como Avicena en el mundo occidental, recomendaba envolver a los viruelosos con ropajes rojos, con el fin de que el enfermo, al mirar ese color, moviera su sangre al exterior para retener el calor y mejorar.
Todavía en el siglo XIV, en Inglaterra, se usaban estas recomendaciones. En el año 1314 el hijo del rey Eduardo II enfermó de viruela y para su tratamiento se usaron, entre otras cosas, sábanas rojas y
gruesos cortinajes rojos puestos alrededor de su cama. El príncipe se recuperó, sin duda gracias a su constitución y fortaleza, no al “tratamiento rojo”. Evidentemente no todo los tratamientos médicos antiguos son obsoletos, de hecho, desde hace siglos, se sabía que sólo era posible enfermarse de viruela una vez en la vida, ya sea porque el paciente terminaba en la tumba o, si sobrevivía, porque
su cuerpo desarrollaba las suficientes defensas para no enfermar otra vez. También se sabía que no todas las epidemias de viruela eran iguales, ya que había unas mucho más benignas que otras. Con esto en la mente, no pocas personas trataban de proteger a sus hijos exponiéndolos a enfermos afectados con casos leves de viruela, con la esperanza de que adquirieran una viruela igualmente leve y que de este modo fueran inmunes cuando se presentara una epidemia mortal. Aun cuando algunos de los niños morían durante este tratamiento, siempre era mejor exponerlos a una muerte poco probable que a una casi cierta.
Las vacas, la vacuna y Edward Jenner
La viruela de las vacas es una enfermedad usualmente leve y poco contagiosa, que tiene bajo impacto en la vida de estos animales y que, si no es por una ligera baja en la producción de leche, puede pasar
desapercibida. El virus que la produce se parece en muchos aspectos al de la viruela humana y de hecho se le clasifica dentro del mismo grupo.
Edward Jenner no fue quien descubrió que las lecheras que se contagiaban de la viruela de las vacas adquirían inmunidad contra esa enfermedad. Esta conseja popular se conocía bien en las áreas rurales
europeas y posiblemente también en México. La primera vez que Jenner oyó algo acerca de esto fue a la edad de 13 años, cuando trabajaba en el consultorio del doctor Daniel Ludlow, en un pueblo
cercano a la ciudad de Bristol. Jenner estudió medicina en Londres y posteriormente retornó a su hogar, donde estableció un consultorio. Su interés por la viruela de las vacas y su relación con la inmunidad contra la viruela nunca decayó. En 1796, Sarah Nelmes, una lechera de su condado, acudió a su consultorio porque en sus manos tenía las típicas lesiones de la viruela de las vacas y sufría de las fiebres ligeras y dolores de cabeza que se suelen asociar con esta enfermedad.
Jenner decidió usar las secreciones de las pústulas de Sarah para inocular a James Phipps, un niño de ocho años que no había sufrido ninguna forma de viruela, ni la de los humanos ni la de las vacas. James pronto desarrollo un ligerísimo malestar y una pequeña lesión en el lugar de la inmunización,
que en pocos días sanó. Semanas después, Jenner inoculó a James con secreciones de un enfermo de viruela, sin que presentara ninguna reacción: ¡había desarrollado inmunidad contra la viruela!
Los experimentos se pospusieron un tiempo, pues la viruela de las vacas había desaparecido de la comarca y no había material para inmunizar, pero un par de años después reapareció y Jenner pudo llevar a cabo sus experimentos con 23 individuos, con los mismos resultados. Por cuenta propia y pagándolo de su bolsillo, publicó un librito en el que explicaba sus procedimientos y resultados, que fue el primer recuento experimental serio y bien documentado de aquella anecdótica conseja
popular. El procedimiento de Jenner se conoce como vacunación, nombre que popularizó Pasteur, y que se deriva de la palabra vaca. El libro pronto se tradujo a varios idiomas y al poco tiempo la vacunación sustituyó a la variolización, que era un procedimiento riesgoso.
La OMS y la erradicación de la viruela
Pronto quedó claro, teóricamente, que la erradicación de la viruela era posible. El virus de la viruela
sólo podía sobrevivir en los humanos y no había ningún animal que pudiera ser portador del mismo. Además, la vacuna confería inmunidad de por vida. Si se vacunaba a todo el mundo, y si se evitaba que se propagara cualquier foco de infección, era posible desterrar el virus de la viruela para siempre. Lo que se requería era un esfuerzo mundial y concertado de vacunación. El primer país que propuso tal acción fue la Unión Soviética, en 1958. La OMS hizo suya la propuesta y empezó a fomentar programas de vacunación masiva a lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, muchos países pobres no pudieron realizar su tarea, por falta de recursos económicos. Para resolver estas carencias y asegurarse de que la viruela se erradicara de la Tierra, en enero de 1967 la OMS emprendió un programa intensivo de vacunación que incluía asesoría y apoyo económico a 50 países faltos de recursos.
En esos primeros años del programa se pusieron a punto las técnicas de producción masiva de la vacuna, así como las técnicas de aplicación. Los esfuerzos iniciales se enfocaron a apoyar programas de vacunación masiva en cuatro áreas donde la viruela era un problema endémico: Sudamérica,
Indonesia, África y el subcontinente indio. En las áreas problemáticas y más densamente pobladas, se decidió usar una estrategia de cerco, consistente en localizar y aislar a cualquier individuo enfermo de viruela y vacunar a todas aquellas personas que pudieran haber tenido contacto con él. En algunas regiones incluso se llegó a pagar recompensa a quienes descubrieran y reportaran casos de viruela. En pocos años los resultados fueron evidentes: los últimos casos de viruela ocurrieron en Brasil en 1971 y en Indonesia en 1972, y para 1973 sólo en Etiopía se observaban casos de la enfermedad.
A pesar de la guerra, los malos caminos y las hambrunas, para 1977 también Etiopía estaba libre del azote. El último enfermo de viruela del mundo fue un cocinero somalí de 23 años, llamado Ali Maow Maalin, quien se repuso de su enfermedad sin problemas. Esto sucedió el 26 de octubre de 1977. Después de más de dos años de vigilancia, no se volvió a detectar ningún caso de viruela, y fue entonces cuando, en 1980, se declaró que el mundo estaba libre del temible mal. Con este ejemplo exitoso de cooperación, la OMS ha emprendido otros programas de erradicación, incluyendo el de
la poliomielitis, que próximamente va a concluir.